Si bien Lutero alabó la imprenta como un regalo de Dios para transmitir las verdades religiosas, también se mostró desconfiado ante la abundancia de libros nocivos. De hecho, recomendaba no leer demasiados libros teológicos, sino los buenos y hacerlo frecuentemente.

 Suele dibujarse a Lutero como un gran promulgador de la lectura popular de la Biblia, y se hace sobre la base del principio protestante de la Scritura sola. Pero esto no significaba que los fieles tenían el derecho de realizar un libre examen de los contenidos bíblicos, más bien se trataba de asentar una divisa que permitía rechazar las tradiciones humanas. La Biblia debería ser el único referente.

 Es cierto que al principio el reformador pedía que los cristianos estudiasen por sí mismo la Palabra de Dios, y que recomendaba que los niños de nueve o diez años recibieran lecciones sobre el Nuevo Testamento,  pero la multitud de interpretaciones heterodoxas que comenzaron a emerger, particularmente después de la guerra de los Campesinos, lo llevaron a insistir en que la Iglesia controlara el acceso a la Biblia.

 Había que transmitir la Palabra a través de los sermones. El reino de Cristo, decía, se basaba en la palabra que sólo podía ser captada a través de dos órganos: la oreja y la lengua.  Una vez que hubo escrito sus catecismos, insistió en que el catecismo era “la Biblia del seglar”, y por tanto allí estaba todo lo que se necesitaba conocer.

 Según Gilmont, “su concepción de la enseñanza confirmaba esta manera de ver. Para Lutero, el objetivo de la escuela no era el acceso de todos a la cultura. La escuela tenía por función el formar a una élite capaz de dirigir a la sociedad tanto civil como religiosa. Asimismo, cuando invitó en 1524 a los magistrados a constituir buenas bibliotecas les asignó dos funciones: conservar los libros, y permitir a los dirigentes espirituales y temporales que estudiasen; ni la menor alusión a la lectura popular” 

 Pero Lutero no fue el único reformador que también tuvo que “reformar” sus puntos de vista iniciales. Lo mismo hicieron  Melanchton y Zwinglio.

 En su prólogo a los Loci comunes, de 1521, Melanchton incita a todos los cristianos a aplicarse “muy libremente” sólo a la Biblia; pero ya en 1543 enfatizaba en que eran los ministros del evangelio (a quienes Dios deseaba en las escuelas) los guardianes de los libros de los Profetas y Apóstoles, así como  “de los dogmas auténticos de la Iglesia.” Como explica Gilmont “Tras verse desbordados por algunos discípulos, los reformadores se tornaron prudentes: fomentar la lectura, de acuerdo; pero de libros sencillos, conservando el control de la interpretación doctrinal.”

 En sus críticas a la Iglesia tradicional Zwinglio llamaba la atención pública promulgando la doctrina del sacerdocio universal: todo cristiano era capaz de interpretar correctamente la Biblia, siempre que la abordase con humildad. Muchos de sus panfletos de 1522 atestiguan este llamamiento. Pero cuando los anabaptistas se apoyaron en esta misma doctrina para cuestionar la legitimidad del nuevo poder protestante, Zwinglio cambió de opinión y sostuvo que sólo las personas competentes, es decir, el reducido grupo de la élite política y la intelligentsia del clero, tenían derecho a esta interpretación.

 El caso de Enrique VIII es bien simpático, y deja ver una de las históricas aberraciones que se producen cuando se detenta el poder y se dicta por tanto quién y cómo debe hacer las cosas, en este caso leer la Biblia. Enrique, que había prohibido la difusión de la Biblia en lengua inglesa hasta que ciertas presiones le obligaron a cambiar de idea en 1543, estableció tres categorías de personas y de lecturas.

 En un primer estrato se encontraban los nobles e hidalgos, que  podían leer en voz alta la Biblia en inglés incluso ante su familia. Si había un personaje de esta estirpe presente, podía autorizar el acceso a los textos sagrados. En un segundo nivel se hallaban los burgueses y mujeres nobles, que solamente podían leer  para sí. Luego, los artesanos, mujeres corrientes, propietarios, peones y agricultores tenían absolutamente prohibida la lectura de las Escrituras.

 Pero volvamos a los reformadores y veremos que Calvino pensaba como Lutero, Melanchthon y Zwinglio si se trataba de establecer diques para la inmensa mayoría de los cristianos ante la lectura de la Biblia: “Para Calvino, la Biblia no era directamente accesible a todos. Como explicaba en un sermón, era un pan con costra gruesa. Para nutrir a los suyos, Dios quiere ‘que el pan nos sea cortado, que los pedazos nos sean puestos en la boca, y que nos los mastiquen’.” 

 Puede decirse que el control de las Escrituras, el temor a las interpretaciones heterodoxas, y la preocupación por determinar las lecturas adecuadas fueron un factor común entre los tradicionales católicos y los protestantes. Teodoro de Bèze se mostró inquieto ante la traducción al francés de una de sus obras y se quejaba de la manía del público de querer entrometerse en cuestiones delicadas como la teología, para cuyo estudio era necesario conocer “caminos” y “pasos” de ida y regreso.

 Cuando en 1562 el impresor ginebrino Jean Rivery se dispuso a publicar una armonía evangélica con anotaciones de teólogos, el Consejo de pastores negó la publicación: “el glosador no debería haber citado a Calvino ni a Bèze, quienes corrían el riesgo de que sus lectores se apartasen de la lectura de sus escritos completos, y se contentasen con extractos.”

 Y cuando en 1588 se preparaba la Biblia ginebrina, los pastores criticaron las anotaciones marginales arguyendo que los lectores no leían los comentarios sino los resúmenes. Pero al final se concluyó que no todos tenían la posibilidad de leer comentarios completos ni el firme juicio que se precisa para aprovechar debidamente la sustancia.

 Citemos también el caso de Thomas Münzer, que aunque predicaba con fuerza que la liturgia debía realizarse en lengua vernácula y pedía que la Biblia se leyera para el pueblo para que este se apropiase de sus contenidos, lo que hizo a la larga fue sustituir el discurso bíblico por su propia predicación.

 “El cristianismo se definía como religión de la palabra-lógos– y la religión del libro –bíblos-, apelando así a dos medios de comunicación aparentemente contradictorios. Cierto es que el nacimiento del cristianismo, la puesta por escrito del mensaje divino no reflejaba en lo absoluto la voluntad de instaurar dos tipos paralelos de comunicación. La religión cristiana pretendía sin lugar a dudas ser la presencia viva y espontánea de la palabra. El libro no servía más que para asegurar la perennidad del mensaje, ofreciendo a la palabra la garantía de una memoria fiel.” (Gilmont, 2001:391)

 Pero desde que lo escrito devino un medio de comunicación directa se enfrentaron dos posturas. La primera sostenía que las enseñanzas de Jesús eran patrimonio de todos. La segunda temía a la herejía e hizo de la predicación una herramienta de control. La Biblia del oído versus la Biblia de los ojos; la Iglesia de lo impreso versus la Iglesia de lo oral.

 Lutero se quejaba de que sus libros estuviesen tan difundidos: el prefería que existieran más “libros vivos”, es decir, más predicadores. No ha de pasarse por alto que hablamos de en una época donde lo oral tenía mucha más fuerza que lo visual. La predicación llegaba a todos y garantizaba al menos la claridad del mensaje, el adoctrinamiento era más sencillo de lograr cuando el intermediario ofrecía su propia y legítima versión del asunto. Porque, ¿cómo garantizar que los fieles captaran adecuadamente le mensaje divino a través de un libro tan contradictorio como la Biblia?¿Cuántos alfabetizados estaban en condiciones de leer, en lugar de decodificar caracteres trabajosamente?

 A pesar de que la mayoría de la población era analfabeta, algunos estudiosos han intentado ofrecer datos porcentuales basados en diversas inferencias. Unos estiman que es imposible establecer el porcentaje de alfabetización en Europa antes en el siglo XVI, otros atribuyen que hacia 1500 un 3 o 4 % de la población alemana era capaz de leer, y que incluso un entre un 10 y un 30 % en las ciudades; mientras que Inglaterra tendría un 10 % de hombres y un 1 %  de mujeres; en la Venecia de 1587 el 14 % de los jóvenes iba a la escuela.

 Pero, a mi juicio acertadamente, Gilmont señala las diferencias graduales incluso entre los que “sabían” leer: “un foso separa al gran lector que recorre rápidamente numerosas páginas y el que descifra con gran trabajo letra por letra. Una alfabetización elemental no engendra automáticamente la lectura silenciosa.”

 Lo más probable es que convivieran diversas prácticas de lectura: la lectura en voz baja, la lectura en círculos de conocidos, la lectura de tipo litúrgico, etc. La presentación material del libro ofrece algunas pistas acerca del uso que se le daba, como es el caso de los famosos panfletos que protagonizaron campañas de prensa ya no sólo en Alemania, entre 1520 y 1525, sino Inglaterra en 1540, en Francia, en 1561, y en los países bajos después de 1565.

 Continuará…