Pseudomonas_aeruginosa

Si concebimos la globalización como un proceso de interconexión y comunicación planetaria, veremos que no es, en absoluto,  un fenómeno reciente. De hecho, constituye uno de los caminos de la evolución de la vida recorridos por las bacterias hace más de 2800 millones de años.

Las bacterias transfieren e intercambian, eficientemente, material genético proveniente de diferentes linajes, pues disponen  de un mismo banco de genes que les permite tener acceso a los mecanismos de adaptación de todo el reino bacteriano; esto significa que tienen a su alcance los mismos medios y herramientas para resolver problemas. Una prueba en favor de este excelente proceso de recombinación de ADN es la frecuente supervivencia bacteriana a los medicamentos que empleamos para eliminarlas. Sin embargo, no ha sido éste el único camino exitoso para la evolución de la vida.

Se conoce como “simbiosis” a la tendencia de los organismos a establecer relaciones entre sí tan íntimas que con frecuencia unos llegan a vivir –literalmente- dentro de otros. Muestra verificable de ello es nuestra propia convivencia con las bacterias en los intestinos. También la respiración de las células y la creación de nuevas formas de vida fueron posibles a partir de “acuerdos  simbióticos”.

Estas teorías, como bien ha notado el físico austriaco Fritjof Capra en su libro La trama de la vida, echan por tierra aquellos darwinismos sociales que veían únicamente competencia en la naturaleza. En ella se comienza a ver ahora la cooperación continua y la mutua interdependencia que se da entre todas las formas de vida: son las alianzas, más que los combates, los medios a través de los cuales la vida conquista el globo.

Entre las implicaciones que tienen estas últimas ideas hay que señalar el necesario desplome de toda teoría que justifique la competencia económica sobre la base de supuestas leyes naturales infalibles, según las cuales el mundo está diseñado exclusivamente para la supervivencia del más fuerte. Así, cuando tales “leyes” se tambalean, lo más lógico es voltearse  hacia los epígonos de la  imitatio natura, y preguntarles si están dispuestos a ser consecuentes con su doctrina, y aceptar que el éxito de las estrategias de supervivencia bacteriana durante miles de millones de años nos podría proporcionar un hermoso ejemplo de cooperación fraterna. Es cierto que, hasta donde sabemos, las bacterias tienen un comportamiento determinado por la naturaleza y carecen por tanto de libertad de elección. Pero también es cierto que poseen un tipo de conocimiento (en el sentido más reciente de este término: vivir es conocer) que les permite rechazar o aceptar aquello que les pueda ser  perjudicial o beneficioso. Mediante la vía ensayo y error las bacterias han aprendido a discernir “lo que les conviene” y se han creado un mundo propio efectuando cierres organizacionales y aperturas informacionales, lo cual les permite intercambiar información con el entorno sin perder su estructura, sin dejar de ser ellas mismas, sin perder su “identidad”.

Si extrapolamos este fenómeno a la evolución y constitución cultural, tal vez pueda establecerse una cierta analogía. Al fin y al cabo,  ¿qué es la cultura sino el conjunto de comportamientos, costumbres, formas de vida y expresiones idiosincrásicas creados y conformados gracias a un flujo filogenético de información, que se actualiza y desarrolla ontogenéticamente configurando una identidad específica? Si se actualiza ontogenéticamente es gracias tanto a la persistencia de la tradición, como a la influencia de la nueva información incorporada sobre ese sistema abierto que es la cultura (novedades culturales, transformación y mejoramiento  de costumbres, normas, corrientes estéticas y artísticas, etc.). De este modo (dialéctico, dialógico), la cultura se afirma a sí misma continuamente a la vez que se transforma.

Las bacterias han evolucionado a partir de acuerdos simbióticos, estableciendo alianzas mediante las cuales no sólo logran la convivencia, sino que producen nuevos niveles de organización de la materia que conducen frecuentemente a nuevas formas de vida. Las culturas, por su parte, se constituyen también sobre la base de simbiosis, pero estas no son necesariamente “acordadas”, pues es frecuente que medie la violencia, sea ésta simbólica o material.

Si recordamos ahora que hace millones de años ciertos tipos de bacterias que absorbían el oxígeno poblaron las células y que, gracias a ello, éstas últimas aprendieron a respirar creando mitocondrias, en vez de morir intoxicadas por los altos niveles de oxígeno que comenzaban a llenar la atmósfera, postularemos con gusto que lo que vale en el reino bacteriano podría valer también en el reino cultural, añadiendo, claro está, el componente ético: necesitamos una simbiosis ética de la cultura.

Es de presumir que si ciertos grupos de bacterias hubieran tomado el poder e intentado globalizar sus propias características, limitando al resto e imponiendo condiciones, la vida no hubiera tenido lugar más allá de sus propias existencias individuales.