En la antigua Roma existían distintos obstáculos para aprender a leer; uno de ellos era el tipo de escritura, que podía ser caligráfica, cursiva o semicursiva, y adornada con lazos que con frecuencia escondían la forma. Por otra parte, a partir del siglo I d. C se pone de moda la scripto continua, en detrimento de los llamados interpunta, puntos que separaban las palabras. Ahora había que ser ducho en la lectura para, por una parte, identificar las letras adornadas mientras que por otra adivinar dónde comenzaba o terminaba una palabra para captar la idea.

 El oído, y no la vista, era el gran protagonista que atrapaba el sentido de las expresiones. Los signos de puntuación estructuraban la cadencia del discurso: marcaban las pausas de la respiración  y condicionaban el ritmo.

 Un tema interesante a tener en cuenta es el de los “lanzamientos” de libros. Ya en aquel entonces estas presentaciones eran un acontecimiento público que incluía la lectura de fragmentos en alta voz. Sucedían en espacios públicos (theatra, stationes, auditoria) y la duración estaba determinada por el contenido del rollo.  Allí podía encontrarse lo mismo a individuos cultos interesados en el libro que personas a las que el evento no les interesaba en lo absoluto.     

 En los espacios privados coexistían tanto la modalidad de lectura íntima, como aquella para la cual se precisaba de un lector, generalmente un esclavo o  liberto. Los ciudadanos ricos solían tener un servicio de lectores, que leían en el marco de fiestas o actividades. También era usual valerse de lectores especializados cuando un autor quería que sus amigos escucharan fragmentos de alguna obra suya.

 No faltan ejemplos de la coexistencia entre la modalidad oral y la silenciosa, sobre todo cuando se trataba de mensajes, cartas o documentos, aunque también con textos literarios. Alberto Mangel nos recuerda en su hermoso libro Una Historia de la lectura, lo que constituye el primer testimonio claro de lectura silenciosa recogida en la literatura occidental.

 Anota san Agustín en sus Confesiones que cuando san Ambrosio leía “sus ojos recorrían las páginas y su corazón penetraba el sentido; mas su voz y su lengua descansaban. Muchas veces, estando yo presente, pues el ingreso a nadie estaba vedado ni había costumbre en su casa de anunciar al visitante, así le vi leer en silencio, y jamás de otro modo”

 El hecho de que Agustín anotara este detalle en su libro, “incluida la observación de que nunca leía en voz alta”, argumenta a favor de esta rareza de la que fue testigo el obispo de Hipona. 

 

Como bien apunta Cavallo, en las escuelas modernas se aprende a leer en voz alta y se pasa por la lectura en voz baja hasta llegar a ser capaces de leer en silencio. Pero en aquel entonces la lectura silenciosa no representaba ningún paso progresivo con respecto a la oral. Estas tres modalidades coexistían y emergían en dependencia de factores tan diversos como el contexto, el tipo de literatura o el ánimo del lector. 

 Del Volumen al Códice

 Que los marcos de la lectura se ampliaban paulatinamente se muestra también en la profunda transformación que ocurrió en los modos de producción del soporte material del libro y hasta en el modo de leer. Me refiero a la sustitución del rollo por el códice: el libro con páginas. 

 Si el rollo dependía de una “mano de obra servil”, de un taller de artesanos “más o menos costosos” y del papiro importado de Egipto como soporte material, el códice abría un mundo nuevo de posibilidades: costaba menos, se utilizaba por ambas caras y se empleaba el pergamino, material derivado de los animales y que podía ser preparado en cualquier sitio por manos no profesionales.

 A partir del siglo II d. C el volumen comienza a ser sustituido lentamente por el códice. Los análisis documentales de Cavallo le llevan a la conclusión de que en las prácticas literarias del mundo occidental romano, el códice se habría establecido probablemente a finales del siglo tercero.

 El cristianismo tiene un gran protagonismo en la difusión y empleo del códice, aunque no en lo que respecta a su surgimiento, pues el códice existía desde tiempos muy antiguos, fuera en forma de tablillas, cuadernos o libretas.  Nacido como tradición oral, una vez que los cristianos se deciden a apostar por la cultura escrita, prefieren el códice al volumen.

 Sobre el tema de la elección del códice por parte de los cristianos para difundir su religión se han propuesto diversas hipótesis. Lo cierto es que, por una parte el códice constituía una alternativa al rollo (más vinculado a la élite) mientras que, por otra, era familiar a todas las clases sociales, incluyendo a la media y a la media-baja, más cercanas de las modestas lecturas realizadas en los cuadernos de escuela y libretas de apuntes, en forma de códice.

 Otras razones de peso eran el aspecto económico -ya mencionado- y las posibilidades que ofrecía el formato del códice para acumular un número mucho mayor de textos a la vez que ofrecer un sentido unitario a los escritos que se constituirían en el canon de esta nueva religión. El códice era más manejable y cómodo al lector de la Biblia. La paginación  permitía una mejor organización y localización de pasajes concretos.

 En siglo III d.C se constata un alza en el nivel de analfabetismo que se extenderá hasta el VI, y el códice, que se había desarrollado ampliamente en respuesta a las demandas ocurridas durante el florecimiento de la lectura en todas las capas sociales, decae notablemente, aunque continuó representando una profunda transformación en el mundo de la lectura.

 El códice representó un cambio en la propia noción de libro. El rollo-objeto refería habitualmente a una obra, aunque esta estuviese dividida en varios tomos. El códice reunía en un solo libro lo mismo una o dos obras del mismo autor, que una colección de escritos homogéneos, incluso varias obras de diferentes autores. Ahora la lectura “para ser completa” precisaba de llegar al final del códice entero, aunque este compilara varias obras.

 Este último fenómeno determinó la introducción de dispositivos editoriales que distinguían las divisiones de textos diferentes al interior del códice: se introduce un sistema de adornos y de tipografías peculiares, a veces con elementos decorativos o “ciertos toques cromáticos”, empleados en los títulos; pero también el dispositivo conocido como explicit/incipit que señalaba el inicio y final de cada texto y sus divisiones al interior.

 El códice podía tener diversos formatos, lo mismo uno pequeño que uno grande, lo cual como afirma Cavallo, “modificaba las correlaciones entre el libro y la fisiología de la lectura: determinados libros, según su estructura material, impedían o imponían, o al menos sugerían gestos y maneras de leer determinados”.

 Se produjeron tanto códices manejables que permitían una amplia libertad de movimientos, como de enormes dimensiones, concebidos más para consultar que para leer en toda sus extensión.

 Con el códice, que dejaba una mano suelta, tiene origen la costumbre de escribir en los márgenes del libro. Sus espacios en blanco brindaban la oportunidad al lector para escribir sus notas. En algunos textos coincidían a veces las anotaciones marginales de varias manos. Hay, incluso, testimonios de quienes elaboraban teorías acerca del modo de introducir las notas durante la lectura, como es el caso de Casidoro, a la altura del siglo VI. 

 Por otra parte, llega el momento en que se convierten en norma los códices puntuados (codices distincti). La puntuación va a formar parte del aparato de dispositivos destinados a orientar al lector. Una norma aprobada explícitamente por Casidoro, pues los signos de puntuación instruían de manera mas clara al lector al constituirse en una especie de “comentarios iluminadores.”

 Finalmente, como concluye Cavallo en su artículo, el códice va representar el instrumento de tránsito de una lectura “dilatada” de muchos textos a una lectura intensiva de pocos textos. 

 “En el mundo antiguo es sobre estos escritos, y por ello, sobre el libro y la lectura, en lo que se fundamenta la autoridad: en los vértices del poder, entre las jerarquías eclesiásticas, en la sociedad y en el núcleo familiar. Sólo el códice podía representar, pues, esta autoridad” 

 

Muchos tratados de la época imperial para educación del lector han desaparecido, pero se tiene testimonios de otros como, Conocer los libros, de Telefo de Pérgamo, El Bibliófilo, de Damófilo de Bitinia o Sobre la elección y adquisición de libros, de Erennio Filón.

 Pudiera pensarse que los libros de orientación para lectores estuviesen dedicados exclusivamente promover la alta cultura; lo cierto es que el propio Ovidio hace referencia a libros triviales que enseñaban juegos de sociedad y hasta modos de entretenimiento, y que circulaban entre individuos instruidos.  

 Los autores no podían ignorar a ese nuevo lector que ya no pertenecía necesariamente a la clase culta, ni las demandas  que esto suscitaba. Ahora los lectores podían provenir de los más distintos ámbitos sociales. Si autores como Horacio tenían reservas  con respecto al destino interpretativo de sus obras, otros como Ovidio vieron en ello una oportunidad.   

 La nueva literatura de consumo o de entretenimiento emergente, objeto del nuevo lector ya no podía ser clasificada según los criterios taxonómicos tradicionales. Cavallo nos ofrece una interesante relación:

 “Poesía de evasión, épica en paráfrasis, historia reducida en biografías o concentrada en epítomes, tratados de culinaria y de deportes, opúsculos de juegos y pasatiempos , obras eróticas, horóscopos, textos mágicos o de interpretación de los sueños, pero, sobre todo, una narrativa realizada con situaciones típicas, con estereotipos descriptivos, con psicología esquemática, con un desarrollo del relato basado en la intriga, en el enredo, y en los golpes de escena: todo ello arropando una trama de amor y de aventura”

    Algunos lectores preferían la literatura erótica que Ovidio escribe con la finalidad del entretenimiento, y en las cuales el poeta, aprovechando su difusión, introduce indicaciones sobre el lugar que ocupaba un libro entre otros del conjunto de su obra o explica las variaciones de una segunda edición; otros preferían los obscenos Milesiakà, de Arístides; y todavía otros perseguían afanosamente las guías eróticas con imágenes indecentes como los molles libelli, de Elefantiades, de la cual Tiberio poseía un ejemplar.

 Lo curioso es que no puede hacerse una distinción precisa entre la literatura que consumía el lector culto y la que prefería el cultura media-baja. Las novelas de Petronio con sus pederastas, rufianes y nuevos ricos “de repugnantes costumbres” agradaban tanto a unos como a otros. Mientras los primeros se deleitaban hallando sentidos mucho más profundos al texto, los segundos sencillamente se entretenían.

 Hay que destacar, no obstante, que la paulatina masificación de la lectura traía consigo un deterioro en los estándares de apreciación literaria. Los lectores de poca cultura tenían que conformarse con interpretaciones aproximativas. Pero siempre podían elegir textos de niveles bajos como los Phoinikkà, de Lolliano, o los Rhodiakà de Filippo de Antipoli, considerada como una obra “absolutamente obscena”. 

 En este sentido, no pueden olvidarse aquellos textos griegos ilustrados encontrados en Egipto, pertenecientes a la primera época imperial que muestran un interesante trabajo de reducción y adaptación de obras mayores, como es el caso de la poesía homérica. El contenido se recortaba y se simplificaba para hacerlo más “potable” a los lectores de baja cultura.

 Además, al parecer en los siglos II y III d. C. la imagen tenía un lugar preponderante en la cultura escrita. El texto podía encontrarse incluso reducido a “elementos esenciales” con una función “casi exclusivamente didáctica”. Hablamos de libros donde lo literario  era ínfimo comparado con lo iconográfico, como es el caso de un rollo sobre los trabajos de Hércules. 

 

Modalidades y contextos. Los pasos del aprendizaje

Si un  modo de distribución y consumo de libros se daba gracias a la red que se establecía con los préstamos de los propietarios de  las bibliotecas privadas  a sus amigos y clientes, otro será el de las tabernae librariae: las cada vez más frecuentes librerías de las cuales se ocupaban sobre todo empresarios libertos. Cavallo cita incluso a libreros célebres como Sosi, Doro, Trifón y Atrecto. Estas librerías también eran espacios de conversaciones cultas y hasta de “encendidas discusiones” literarias.

 Y como la lectura no es una categoría homogénea, realizable indistintamente con un mismo nivel de profundidad por cualquiera que sea capaz de descifrar caracteres, hay que señalar las dificultades que entrañaba la lectura de textos literarios para quienes no tenían un elevado nivel de alfabetización en comparación con la de manifiestos, documentos o mensajes que repetían ciertas fórmulas, como ha notado el teórico de la lectura Henri Jean-Martin en su Histoire et pouvoirs de l’ ecrit.

 Recordemos enseguida que leer un libro era, entre los siglos II y III d.C., leer un rollo.  Guglielmo Cavallo nos describe la modalidad típica: “Se tomaba el rollo en la mano derecha y se iba desenrollando con la izquierda, la cual sostenía la parte ya leída; cuando la lectura se terminaba, el rollo quedaba envuelto todo él en la mano izquierda.” Los mejores testimonios de éste y otros procedimientos complementarios se encuentran en los monumentos funerarios, donde se puede observar:

  “El rollo dentro de dos cilindros mantenido por ambas manos que delimitan una sección más o menos amplia del texto que se estaba leyendo; el rollo abierto a modo de “lectura interrumpida” sostenido por una sola mano que, uniendo los dos cilindros por los extremos, deja libre la otra mano; el rollo por la última parte, asomando hacia la derecha, pues ya la lectura se estaba concluyendo; y por último, el pergamino completamente enrollado de nuevo, sujeto en la mano izquierda”

 Los contextos de la práctica de la lectura son diversos y están documentados tanto en iconografías como en textos literarios. Las primeras muestran al lector ante un auditorio, al maestro en la escuela, al orador con su escrito delante, al viajero en un carruaje o al comensal tumbado con el rollo entre las manos; las segundas revelan, entre otras situaciones,  lecturas durante la caza y en la noche antes de dormir.

 Antes de aprender a leer se aprendía a escribir. De hecho, quienes dejaban la escuela tempranamente podían ser capaces de escribir pero no de leer. Los escolares debían conocer las figuras y los nombres de las letras por orden alfabético, incluso con ayuda de objetos físicos. El maestro grababa en madera las letras, cuyos surcos debían llenar con sus trazos los  discípulos; luego debían hacer los grabados por sí solos.  Luego se realizaba el mismo procedimiento con las sílabas, las palabras y, finalmente, con frases completas.  

 Una segunda etapa se dedicaba al aprendizaje de la lectura. Se aprendía a leer sobre todo en el ámbito familiar, a través de maestros o en escuelas públicas. Este aprendizaje podía detenerse lo mismo cuando se era capaz de “leer” las mayúsculas, que luego de intensos estudios  con maestros de retórica y gramática.

 El orden didáctico en este segundo momento era similar al de la escritura: letras, sílabas, palabras y frases. Luego de una lectura lenta se iba ganando en rapidez hasta llegara  la emendata velocitas, a la lectura rápida y sin errores. Se leía en alta voz con la indicación siguiente: los ojos debían adelantarse a la voz y colocarse en la palabra siguiente a la que acababa de pronunciarse.

 La modalidad predominante en la Roma Antigua era, al igual que en Grecia, la lectura en alta voz. Comenta Quintiliano en su Institución oratoria  que el adolescente debía conocer el momento justo en que debía contener la respiración, dónde dividir las líneas con una pausa, captar el inicio y clausura de sentido, bajar y subir la voz, la inflexión adecuada para la articulación de cada elemento con la voz, la velocidad, el ímpetu y la dulzura con que debía leerse en cada caso.

 Primero se ejercitaba con Homero y Virgilio, luego venían los líricos, los trágicos y los cómicos. Los alumnos comenzaban por seguir con la vista en silencio la lectura del maestro, y pasaban después a la lectura en voz alta que dejaría apreciar mejor los errores formales del texto.

 Era tanta la importancia de la lectura en alta voz  que lo que se escribía tenía que tener en cuenta el estilo de la oralidad, que la condicionaba. La literatura estaba hecha para ser leída en voz alta. En palabras de Quintiliano, citado por Cavallo: “Se deberá componer siempre del mismo modo en el que se deberá dar voz al escrito”.

 Continuará…